viernes, 28 de julio de 2017

Una reflexión sobrante.




La muerte está ahí; desde siempre; antes y después de todo. La muerte forma parte de nuestras vidas desde el minuto uno de nuestra existencia y de nuestras consciencias desde que se nos muere la primera mascota o vemos a un pajarito tieso en el suelo y alguien nos dice eso de "a ti también te va a pasar, no lo olvides nunca". ¿Y como olvidarlo si la muerte se pasea entre nosotros a su antojo, llevándose a ancianos, enfermos e incautos con una tranquilidad admirable?

Y así vivimos, como si nada, dándole la espalda y tratando de alejara con planes de futuro, rutinas y diseminaciones genéticas en forma de hijos a los que pedirles disculpas por haberles gastado esta broma llamada vida. Pero la muerte sigue ahí aunque giremos la cabeza, aunque corramos y nos ocultemos en el más ignoto lugar imaginable. 

Porque llegará, más tarde o más temprano. Algunas veces esperará pacientemente a que nuestro cuerpo envejezca y se marchite, otras nos marcará con la enfermedad como si de un reloj de arena fatal se tratara y otras, como si ésta estuviera azuzada por algún impulso incomprensible, aparecerá desde las sombras, acechándonos por la espalda como un felino y nos tocará con su dedo en el momento más imprevisto, sea una carretera, el trabajo o en nuestra propia casa; y así de este último modo no solo nos llevará al más oscuro, silencioso e insípido lugar del cosmos sino que segará con un golpe de su implacable guadaña todos nuestros sueños, anhelos y expectativas, cortando también ese "nos vemos luego" al salir de casa, ese "mañana iremos al parque" prometido a un hijo, el "vamos a dejarlo para el año que viene", el "necesito ya las vacaciones" y cualquier otro gesto que pudiera hacer pensar en un mañana.

Porque la muerte se lleva mucho más que vidas. Se lleva pequeñas partes de todos cuantos quedamos aquí, hasta que estamos tan vacíos que solo nos queda desear ser los siguientes.

viernes, 21 de julio de 2017

Me cago en... los metereológolos (o como se escriba eso)


Una de las seudociencias que más rabia me dan es la meteorología. No es que tenga nada en contra de las creencias ajenas, por muy absurdas que éstas me parezcan, pero es que lo de esos señores que se creen capaces de predecir el tiempo se pasa de castaño oscuro.

La mal llamada ciencia de la meteorología consiste, por si alguien no lo sabe aún, en predecir el clima futuro basándose en absurdas evidencias presentes, como la humedad del aire, las corrientes térmicas o los hectopascales, que son cosas que ni siquiera existen pero que hemos oído tantas veces que las hemos normalizado. Seguro que a nadie le extrañan palabras como isovaras, anticiclones o heliopondios ya que a fuerza de oírlas por la tele se nos han quedado, igual que eso de los derechos humanos. 

¿Y qué debemos hacer con esto? ¿Hay que derrocar este falso mito a base de educación? ¿Hay que sacrificar a todo el que salga a la calle diciendo eso de “Uy, pero si dijeron que llovería y hace un sol que derrite las piedras”? Si, por supuesto, pero antes de dejarnos la piel en esta justa cruzada, hay que pararse a analizar el porqué hemos llegado a este punto. 

En primer lugar, el ansia por controlar el clima ha estado presente desde los albores de la humanidad. Las hormigas corren más cuando va a llover, las ovejas dan saltos y los pájaros vuelan bajo. ¿Por qué nosotros no hacemos nada raro? Pues porque somos una especie de mierda y no nos enteramos. Es por ello que ante una carencia tan acomplejante, aparecen los listos de siempre asegurando ser la solución a nuestros problemas y como no, los creemos a pies juntillas y los convertimos en nuestros mesías, olvidando sus numerosos errores y alabando sus escasisimos aciertos.

Y así pasan los años, una cosa lleva a la otra y cuando queremos darnos cuenta esos chamanes de la predicción climática salen después del telediario vestidos de traje y corbata, anunciando con total seguridad que los vientos del norte azotarán las costas de levante y patatín patatán…
Repito que no me parece mal; pero que lo hagan en sus casas y no con el dinero de todos. Que los pongan por la noche después de la teletienda, vestidos con hojas y rafia y con sombreros graciosos pero no así. No así, por favor.

Lo que pasa, o al menos lo que creo yo que pasa, es que todo esto forma parte de un complot del gobierno. Los señores que nos dirigen utilizan a los meteorólogos como muro de contención, como prueba de nuestro aguante… Como esos pajaritos que metían en las minas para avisar con su muerte de la presencia de radón, los meteorólogos son el indicador de la gnorancia y la estupidez de esta sociedad; y hasta que no nos vean aparecer, antorchas en mano a acabar con tal lacra, tendrán la seguridad de que pueden seguirnos robando, hipotecando la educación de nuestros hijos, la sanidad y que si se quema un bosque para ser recalificado, aún anunciándolo con luces de neón, aquí nadie va a mover un dedo.

Aunque hay algunas excepciones...


jueves, 13 de julio de 2017

De conejos y lenguas (pero en latín)




El otro día llegué con el camión a una fábrica y me encontré con que el muelle de carga ya estaba ocupado por otro, con lo cual tuve que esperar a que terminara, tiempo que aprovecho para jugar a videojuegos y ver porn... esto... tiempo que aprovecho para limpiar y escribir. Cuando el camión salió por fin, pude fijarme en que el nombre de su empresa era "Transportes Cuni". Os lo juro. Y como soy un hombre de cultura más alllá de lo ordinario, supe al instante que la palabra "cuni" viene del latín, que significa "conejo" y entonces por una de esas cosas de la vida que vienen sin que uno se lo espere, me di cuenta de que ya no lamemos las cosas como antes. Y creo que va a ser una reflexión importante e interesante, así que leed con atención.

Recuerdo perfectamente los años ochenta. En esos tiempos los niños jugábamos en la calle, especialmente en verano, cuando el sol no daba cancer, no había coches que te atropellaran cada medio minuto y los repartidores de caramelos envenenados eran solo leyendas. En esos tiempos a veces aparecía el familiar de turno que te había comprado una chocolatina (léase huesito o similar) y al abrirlo con alegría comprobabas que éste se había derretido por el calor hasta el punto en el que todo el recubrimiento de chocolate estaba pegado en el envoltorio. ¡Y no pasaba nada! Nos comiamos el esqueleto de galleta y después lamíamos durante horas el papel, después los dedos manchados y finalmente el suelo en caso de que se nos hubiera caido alguna gota. Pero hoy en día ya no.

Hoy en dia todo se guarda en cámaras refrigeradas, se expone en estanterías con aires acondicionados y seguramente, lleven ingredientes antiderretidores, de modo que aunque hayan 45º de temperatura, la chocolatina que ahora compramos para nuestros hijos/ sobrinos está dura y lista para ser comida sin ni siquiera manchar las yemas de los dedos. Y esto, aunque quede muy limpio e ideal, tiene sus terribles consecuencias.

El atrofie de lengua está entre una de las nuevas dolencias de nuestra sociedad moderna junto con la desaparición de los dedos de los pies y la alopecia. Los niños no la utilizan y eso deriva en adultos que no la utilizan y al final, por cuestiones evolutivas, acabaremos naciendo con la lengua débil y pequeña, lo cual me parece terrible. Una humanidad futura de lengüitas débiles y fofas es vulnerable a plagas, enfermedades, invasiones extraterrestes y como bien dice la estadística, los planetas dominados por especies con lenguas fofas, tienen un 25% más de posibilidades de ser alcanzados por meteoritos gigantes. Además claro está del tema amoroso en el que no voy a entrar en esta reflexión porque luego me pongo a hablar de labios y fluidos, la gente me malinterpreta y no puedo decir nada que rime con ocho.

Así que ya lo sabéis. Por vuestro bien y el de vuestros hijos. Por el bien de la humanidad y el planeta: Ejercitad vuestras lenguas. Lamed cosas. Lo que sea. Sin parar. Hasta el final. Hasta que os digan basta. Algún día me lo agradeceréis.

sábado, 1 de julio de 2017

Rutina de un día cualquiera


Seis de la mañana. En ese microsegundo entre activarse el despertador y sonar la primera nota de la alarma, lo paro con el dedo meñique de la mano izquierda, con la precisión de un bisturí laser suizo. Me levanto de un salto y me enfundo en mis pantalones y zapatillas para bajar las escaleras de seis en seis y entrar en la cocina. Me preparo un zumo de pomelo al que añado medio limón para darle algo de cuerpo y me lo bebo de un trago. Dejo caer una lágrima que cuando toca el suelo lo perfora como haría un alien herido. Después bajo al sótano, a mi pequeño santuario lúdico y me siento frente al teclado; me concentro y dejo fluir mi imaginación que me envuelve de formas y colores abstracotos a los que voy dando forma a base de palabras y frases que forman historias apasionantes. Mis dedos recorren el teclado con tal rapidez que el procesador intel pentium de 450 megapondios apenas es capaz de seguirme el ritmo. Cuando termino me dirijo a mi pequeño gimnasio particular y hago abdominales y levanto pesas hasta que éstas dicen basta y subo a asearme. Me miro en el espejo del baño y veo un cuerpo que envidiarían muchos hombres con veinte años menos. La imagen del espejo me mira con ojos de fuego y me dice "sal ahí fuera y cómete el mundo".

Ocho de la tarde. Llego a mi casa arrastrando los pies y subo las escaleras a cuatro patas. Saludo a la familia y bebo agua, la cual se derrama inmediatamente por todos los poros abiertos de mi piel. Nadie osa acercarse a mi de puro asco. Me encierro en el lavabo y pongo en marcha la ducha. Antes de entrar me miro en el espejo. El señor mayor y fofo que veo reflejado me mira con una sonrisa extraña y sus ojos de hielo se clavan en mi. "¿Quien se ha comido a quén, finalmente?", me dice.