viernes, 27 de enero de 2017

Me cago en... Los runners (pero sin acritudes)


La gente que me conoce llevan un tiempo diciéndome que este blog cada vez tiene más malos rollos, que cada vez critico más y hablo con menos respeto de otras personas. Y lo malo no es que puede que sea cierto sino que mientras me dicen eso están criticando al pobre Trump, que es un presidente que solo quierer lo mejor para su país y si eso es malo que baje Keith Moon y me lo diga. La cuestión es que pensé en escribir algo de buen rollito pero cuando ayer un tipo corriendo en mallas de colores cruzó la carretera a toda leche y me obligó a frenar mi camión cargado con 15 toneladas de piedra porque a él se le iban a bajar las pulsaciones si se paraba, me hizo recapacitar un poco y me decidí a escribir algo sobre esos corredores anónimos que pueblan nuestras calles y carreteras. De buen rollo, eso sí.


Éste no sabe si viene o si va
Y es que no entiendo a los runners. No por el hecho de ir todo el día corriendo por ahí, haga frio, llueva, nieve o un Sol que derrite el asfalto. Bueno, eso tampoco lo entiendo pero es algo que me trae sin cuidado. Lo que realmente no entiendo es cómo una persona puede definirse con una palabra como “runner” (que significa “corredor” por si alguien todavía no lo sabía) como si eso fuera algo significativo no ya para él, sino para los demás. A ver si me explico.
 
Todas las personas deberían presentarse por su nombre, que para eso están y, si la situación lo requiere utilizar alguna característica distintiva como coletilla. ¿Qué estamos hablando de lo mal que está la vida? Pues en caso de haber un economista en la conversación podría apuntar sus capacidades para hacer su argumento más relevante. ¿Qué estamos discutiendo si ese puente en construcción aguantará el peso del primer camión que lo cruce? Estaría bien que si hubiera algún ingeniero o camionero en la sala lo notificaran. Pero definirte por algo que te gusta hacer siendo absurdo y completamente inútil para los demás… Es como si yo me declaro “shitter” porque voy al baño religiosamente todos los días.

Pero no creáis que voy a utilizar esta pequeña entrada para despotricar contra las gentes que gustan de hacer deporte, por muy ridículamente que vistan, corran y suden como cerdos huyendo del matadero. No. No voy a entrar en ese juego del desprecio hacia quien  actúa diferente. Pero señores runners, sepan ustedes que por mucho que uno corra, jamás podrá evadir el tiempo como bien dijeron Pink Floyd en esa canción de la que ahora no recuerdo el título pero que era pura poesía. Ah, no, que los runners no entienden de poesía; solo de miedo a su inevitable decrepitud física, ya que la mental ya la han alcanzado en el momento en el que se colocan unas mallas y una linterna en la frente por si se les hace de noche en su entusiasmo runner. 
 
Si es que cada vez necesitan más cachivaches para salir a correr
Y ya como apunte final, decir que cuando los veo me recuerdan a esos escritores que van a sitios públicos a escribir para que todo el mundo sepa que son escritores. Escritores que escriben. Y teclean sin nada que decir con la esperanza de que algún curiosos se les acerque y les pregunte para decir eso de “escribo porque soy un escritor”, “y un puto exhibicionista de psique” le faltaría por decir. Y es que los escritores, como los runners, son de lo peorcito de este mundo.
Nunvca me cansaré de decir que el volley playa es el único deporte noble que existe.

jueves, 19 de enero de 2017

Una de paraguas






Me acabo de mudar. Todo es bonito porque puedo ir a todas partes a pie y saludar alegremente a mis vecinos y vecinas, algo totalmente imposible en mi antigua vivienda perdida en medio de un ignoto lugar árido y espeluznante. Salgo a comprar al mercado, el cual no está nada cerca pero me da igual porque así tengo más gente a la que decir “hola, buenos días, que el señor esté con vos” y otras formalidades, cuando empieza a llover. Pero no es una lluvia normal de esas que te mojas un poco y corres buscando los balcones y da hasta un poco de risilla; es una lluvia desesperada, letal, con gotas que son chorros que parecen querer destrozar todo lo que camina sobre la tierra.

Corro desesperado sin saber dónde meterme. El cielo se oscurece tanto que las farolas se encienden para apagarse de nuevo echando chisporrotazos un segundo después. Esquivo las chispas como puedo y cuando ya estoy a punto de entregarme a la muerte, veo ante mí la salvación. Una tienda de paraguas.

Paragüería reza su cartel y entro en ella completamente empapado salvo mi ropa interior que cuido de untarla en aceite de ballena cada vez que salgo de casa. Le pido un paraguas, el más barato, y me cobra diez euros. No está mal por salvarme el día. Pero cuando salgo fuera…

El sol brilla con tal intensidad que las calles prácticamente se han secado. No queda ni rastro de nubes y las mariposas revolotean alrededor de papeleras y señales de ceda el paso. Miro el paraguas aún sin estrenar y entro de nuevo en la tienda.

-Oiga disculpe. –le digo al paragüero (dícese del señor que fabrica y/o vende paraguas) –Que quiero devolverle este paraguas porque ya no me va a hacer falta.
-Aquí vendemos paraguas, no los adquirimos. –me dice muy serio y hablando en plural cuando está claro que este señor está solo en la vida.
-Ya pero es que se lo he comprado hace menos de un minuto y aún no lo he estrenado y… Ya no lo quiero.
-Déjeme ver… -dice el hombre mientras examina el paraguas con atención. –Está bastante nuevo. Le puedo dar cinco euros por él.
-Es que le acabo de dar diez. –protesto.
-Pero es un producto de segunda mano y no vendemos estas cosas aquí.

Echo un último vistazo a la calle donde la gente ya camina con camisetas de manga corta y come helados de todos los sabores imaginables y me encojo de hombros al darme cuenta de que la temporada de lluvias ha sido tan breve como suele ser. Acepto los cinco euros y le dejo el paraguas sobre el mostrador.

Cuando salgo a la calle el cielo está tan oscuro que parece que haya sido cubierto con una mortaja. La lluvia cae con tanta fuerza que levanta astillas de la acera y las calles se han convertido en torrentes imparables que arrastran vehículos y casas a su paso. Vuelvo a entrar en la tienda.

-Quiero un paraguas. Otra vez.
-Son diez euros.
-No, verá… Le acabo de comprar y devolver uno. Me he gastado diez y usted luego me dio cinco por él. Me gustaría recuperarlo por cinco euros más, de modo que yo me gasto diez y usted vende un paraguas y aquí no ha pasado nada.
-Es que un paraguas nuevo vale diez. No puedo cobrarle cinco.
-Pero es que yo quiero el mismo de antes. El que compré y devolví.
-Aquí no vendemos paraguas de segunda mano. Se lo advertí en el anterior diálogo.
-(suspiro) De acuerdo. Tome diez euros, deme un paraguas nuevo y olvidemos que he estado aquí.

Con mi nuevo paraguas nuevo salgo de nuevo a la calle y el sonido ensordecedor del canto de los pajarillos me estremece. El sol brilla de nuevo y hace el mejor día que uno podría imaginar. Miro de nuevo a la tienda y el hombre está sonriendo. Aquí pasa algo raro, pero voy a dejarlo atrás. Me coloco el paraguas bajo el brazo y sigo mi camino hacia el mercado.

Pero pronto noto que la gente me mira mucho. Normal, llevando un paraguas en un día tan soleado. Parezco un friki. Me miran y se ríen, me señalan y se carcajean. Puedo ver sus bocas abiertas soltando aire de forma entrecortada, los espasmos de sus epiglotis, sus muelas enfundadas, empastadas y cariadas; puedo sentir sus nauseabundos alientos emergiendo de esas cuevas inmundas. No lo puedo soportar. Doy la vuelta y entro de nuevo en la paragüería. 

-Quiero volver a devolver de nuevo un paraguas. Está nuevo y sin usar. Deme mis cinco euros y me marcharé de aquí como si nada hubiese ocurrido.
-Está muy bien este paraguas… -me dice mientras lo examina. –Pero tenemos ya excedente de paraguas de segunda mano y no puedo darle más de tres euros.
-¿Tres euros, maldito miserable? –le grito perdiendo la paciencia. -¡Quédate con tu paraguas cochambroso!

Y entonces, invadido por un instinto salvaje y primordial, le atizo un golpe con el mango y el pobre hombre cae al suelo inconsciente. Espero unos segundos. Miro el mango doblado del paraguas y viendo que no se levanta del suelo, me asomo a mirar. El hombre está tendido en el suelo con un buen chichón en la frente y con una de sus manos todavía aferrada a una palanca oculta bajo el mostrador.
¡Examino la palanca!” grito en voz alta, pero como no sucede nada, la examino de verdad. Y es una palanca. Sin letreritos, sin indicadores, sólo arriba y abajo. Aparto la mano del dependiente de una patada y bajo la palanca. La lluvia empieza a caer con violencia. Subo la palanca y cesa de golpe. No sé qué es ni donde estoy, pero parece que acabo de descubrir algo totalmente trascendental para la humanidad. Bajo la palanca de nuevo y me pregunto de dónde vendrá realmente la lluvia. ¿Qué somos en realidad? ¿Es realmente la Tierra un planeta cobaya en el que señores infiltrados controlan y vigilan nuestras vidas? Sea lo que sea, ahora controlo el clima y por lo tanto soy uno de ellos. Pero la campanilla de la puerta suena y me sobresalto al ver entrar a alguien.

Se trata de un señor de cuarenta y tantos, bajito y muy mojado. Me dice que menuda suerte haber encontrado una tienda de paraguas en un día como ese. Y entonces me doy cuenta de que mi deber es hacer que se sepa la verdad, conseguir que el mundo entero sepa sobre la mentira que está viviendo, pero al final recapacito, me lo pienso mejor y le digo: “Son diez euros”.

PD: Esta entrada es un extracto de una idea que en mi cabeza quedaba muy chula pero una vez escrita… como que no. Así que aquí la dejo y no la leáis si no queréis.

jueves, 12 de enero de 2017

Las grandes y vacias cabezas





En este mundo quedan muchos misterios por resolver. Cosas que la ciencia no puede explicar, al menos de momento, y que por ello son el blanco de multitud de teorías esotéricas y paranormales que las mitifican hasta convertirlas en verdaderas leyendas. En este blog he hablado con anterioridad de los extraños círculos en campos de maíz, las psicofonías o las caras de Belmez, pero el tema que trataré hoy es tan o más sobrecogedor por su cercanía: La gente tonta y cabezona.

Parece una estupidez. Puede que lo sea. Pero no se puede negar que hay algo extraño en ello. Cuando vamos por la calle y nos topamos con un culturista cuyos brazos son tan gruesos como nuestro pecho (debo decir que yo soy de pecho estrecho, pero no viene al caso), lo primero que pensamos es que ese tipo nos gana. Y seguramente no nos equivoquemos, ya que hay una sencilla teoría que dice que “a mayor masa muscular, más fuerza y por lo tanto mayores ostias reparte” y si alguien no se lo cree, puede comprobarlo con el sencillo método de llamarle “caraanchoa” o cualquier otra cosa ofensiva. Bien.  Del mismo modo podemos suponer sin demasiado riesgo a equivocarnos que una persona con una enorme barriga está acostumbrada a comer mucho y por lo tanto tendrá un estomago con más capacidad que el de un hombre-alfiler y así con todo. O casi todo.

El caso es que hace poco me topé con un amigo. Mejor dicho “amigo” pero no voy a entrar en demasiados detalles, el cual posee una cabeza desproporcionadamente grande y esférica. Además lleva el cabello muy corto y eso acrecienta aún más la sensación de estar frente a un globo terráqueo al que un crio le ha pintado ojos y boca. Y hasta aquí todo correcto. Cada uno es como es y hay que querer a todo el mundo por igual. El problema es que tras unos breves minutos de conversación, me invadió la sensación de que el chaval, listo listo, no era. Y no voy a transcribir diálogos ni a hacer análisis, pero sí diré que si a un tipo con una inteligencia justita como es mi caso, alguien le parece tonto, es que es muy tonto. Y aludo una vez más al respeto y la singularidad de cada ser humano, pero es que el tío era tonto y su conversación más plana que el culo de un delfín. Y por eso cuando terminamos de hablar y me quedé observando cómo se alejaba, con esa enorme cabeza oscilando de lado a lado, me pregunté dos cosas: Cómo lograba mantener el equilibrio y porqué teniendo tanta capacidad craneal, tenía tan poco cerebro.

Pero estas preguntas, especialmente las últimas, ya se las hizo en el año 1836  el anatomista y fisiólogo alemán Frederick Tiedmann, el cual publicó un estudio en el que afirmaba que a mayor tamaño de cerebro, mayor inteligencia. A Tiedmann acabaron apedreándole (figuradamente), ya que hay animales como los elefantes, que tienen cerebros enormes y no son especialmente listos, o por lo menos no más que nosotros. ¿Entonces de qué depende? Por lo visto hay dos factores: La ubicación neuronal (los elefantes tienen mayor número de neuronas en el cerebelo, que es donde se controlan los movimientos, lo cual explicaría su pericia con las trompas) y las arruguitas del cerebro. Y es este último punto el decisivo, según mi parecer.

Los cerebros están arrugados. Eso lo sabe todo el mundo. El motivo de esa forma ondulada y llena de pliegues es el de ofrecer mayor masa en menos espacio, es decir que es como si cogemos una pelota de esas de playa de Nivea, la desinflamos y la apretamos hasta quedarnos una bola arrugada no mayor que una pelota de tenis. Realmente no sé si se puede apretar tanto, pero es un ejemplo para que me entendáis. Es por ello que dentro de la especie humana habría individuos muy inteligentes a pesar de sus cabezas pequeñas y otros claramente idiotas teniendo globos aerostáticos sobre los hombros. Tal teoría, aunque dudo que me la aprueben científicamente, explicaría este fenómeno y nos vendría a demostrar ese gran refrán popular que dice que “Todo el mundo es imbécil hasta que demuestre lo contrario”. Y ya está.

viernes, 6 de enero de 2017

Los coches amarillos





Antes de comenzar con esta entrada que presumo estará llena de prejuicios y menosprecios a personas que ni tan solo conozco, quiero dejar claro que no tengo nada en contra del color amarillo en sí mismo, ni estoy influenciado por supersticiones derivadas del mundo de la farándula ni nada por el estilo. El siguiente artículo/reflexión hará referencia exclusivamente a personas que poseen vehículos amarillos, léase coches y no a ningún otro uso de ese color. ¿Claro quedado ha? Pues vamos al meollo.

A lo largo de mi tediosa vida me he encontrado en varias ocasiones con personas propietarias de coches de color amarillo. Y en todos los casos, he descubierto un perfil extraño en esas personas, lo cual no sería alarmante en modo alguno de no ser por el factor común del color de sus vehículos. Y aunque ahora podría aventurarme a hacer un análisis exhaustivo de sus personalidades y de los patrones de comportamiento compartidos, voy a quedarme con la palabra “especial” como único calificativo y pasar a las experiencias vividas.

La primera persona que conocí que tenía uno de esos coches amarillos del cual no recuerdo el modelo ni la forma era una chica. Yo tendría 17 o 18 años y ella uno o dos más; trabajábamos juntos y no teníamos demasiada relación, pero recuerdo que llevaba el pelo muy largo, estaba delgada y tenía una expresión de desprecio o asco permanente en su rostro. Era una chica muy extrovertida, hablaba mucho y en voz alta y solía acompañar sus argumentos de movimientos espasmódicos de sus brazos, que eran largos y finos, como ella. En una ocasión, creo recordar que llovía, se ofreció a llevarme a casa porque yo no tenía coche (ni carné) y descubrí que su forma de conducir era muy similar a la de hablar; conducía a trompicones, acelerando innecesariamente cuando veía una calle recta y frenando de golpe al llegar al primer cruce. Recuerdo que llegué a mi casa mareado.

Mi segundo encuentro con un vehículo amarillo fue unos años después, cuando contaba con 22 o 23. Comencé a trabajar montando invernaderos bajo las ordenes de un jefe que conducía una de esas camionetas con la parte trasera descubierta. Amarilla. Él era un negrero fanático del trabajo duro y mal remunerado y se movía a impulsos tan poderosos que podía cruzar un invernadero de 200 metros en un segundo y volver a estar en el otro extremo en otro instante. Estaba en todas partes, vigilándonos a todos a la vez, como un gran hermano cocainómano. Y fue por causas del trabajo que tuve que ir de copiloto con él en varias ocasiones y puedo asegurar que en todas ellas pasé miedo. Conducía a toda velocidad y despotricando contra los otros conductores, los cuales él consideraba que iban demasiado despacio y que deberían cederle el paso porque obviamente, él iba con prisa, sus asuntos eran más importantes y las carreteras habían sido construidas exclusivamente para él.

La tercera vez que se cruzó alguien en mi vida con un coche amarillo yo ya era más mayor, unos 26 años, y gracias a mis experiencias anteriores, creí apropiado guardar distancias con el individuo, que era un musculitos de esos con los que uno puede caminar tranquilamente hablando de lo bonita que está la iluminación navideña y de repente y sin previo aviso te agarra del brazo y te reta a un duelo de fuerza bruta cuidándose mucho de hacerte el mayor daño posible. Lo dicho. Una persona especial que había que evitar en la medida de lo posible.

Pero esto no es todo, ya que como soy una persona harto observadora, he podido comprobar que las experiencias no del todo agradables con personas con esos coches no eran exclusivamente mías. Viajes de bla bla car, autostops e incluso relaciones sexuales en coches amarillos acababan con un sabor agridulce en los paladares (y lo que no son paladares) de quienes se han encontrado con esas personas especiales. Y aunque mi reflexión no debería ir más allá de este “La gente que se compra coches amarillos es especial”, voy a proponeros un ejercicio práctico para este fin de semana con el que os daréis de que todo esto no son paranoias mías.

¡El ejercicio práctico!
Acercaos a cualquier lugar donde vendan coches de segunda mano y decidle al comercial que queréis un coche cualquiera sin importar modelo, precio o COLOR. En ese momento el hombre os examinará con su ojo crítico de vendedor y os daréis cuenta de que por muchas vueltas que deis y por mucha libertad que le deis, jamás nunca os ofrecerá un coche amarillo. Da igual que tenga siete en exposición, de rebajas y que le digáis “Me gusta mucho éste, estoy dispuesto a pagar lo que sea por él”, el tío hará como que no os ha oído y seguirá evitándolos. ¿Por qué? Porque hay que ser una persona especial para conducirlo y no os engañéis, pues si leéis este blog no lo sois.

Y la conclusión.
Todos los que llevan coches amarillos son reptilianos. No hay otra explicación. O chonis, también podría ser. O quizás los chonis sean en realidad reptilianos que se han disfrazado mal. Puede que nunca sepamos la verdad, pero a veces es mejor así.

Los reptilianos han venido a llevarse a nuestras mujeres favoritas. Y lo sabéis.