miércoles, 31 de agosto de 2016

Oligofrenia postvacacional



-Papá, papá, llévame al circo.
-No, hijo. Quien quiera verte que venga a casa.
-Papá en serio, quiero ir. ¿Por qué no me habéis llevado nunca?
-Porque quien quiera verte que venga a casa.
-Papá, déjate de chistes. Lo digo en serio.
-Y yo también. No tenemos un duro. La situación en casa está fatal. No tenemos para gasoil.
-Oh, papá. Lo siento. No sabía que estábamos tan mal.
-¿Recuerdas cuando murió el abuelito?
-Claro. Solo hace dos semanas.
-¿No te has preguntado por qué desde entonces comemos hamburguesas todos los días?
-Papá… Me estás diciendo que… nos estamos comiendo al abuelito.
-Pues claro que no. ¿Qué clase de enfermos crees que somos? El abuelo nos dejó un bono de hamburguesas en herencia.
-Vale. Pues entonces nada. Me olvido de ir al circo.
-Eso es. Que vengan ellos.

martes, 23 de agosto de 2016

Vacaciones (y tal)




Sé que llevo mucho tiempo sin pasarme por aquí; o puede que no mucho, pero sí más de lo habitual. Y ahora toca disculparme porque es agosto y me he ido de vacaciones y he dejado esto abandonado y a todos vosotros, dos o tres lectores, para disfrutar de un tiempo libre que no es más que un espejismo de lo que la vida debería ser. Y ahora toca volver a la rutina, bendita rutina de despertadores antes de la salida del sol, de almuerzos con prisas, camión, comidas sin masticar, relojes que nunca marcan la hora deseada y cuando lo hacen te das cuenta de que no la deseabas y más camión, humo y polvo hasta que ya no queda sol y cuando uno llega a casa no sabe si ha sido una victoria o una derrota. Pero qué más da si todos los días van a ser iguales…

Y como no, después de una semana de asueto, vengo cargado de historias e ideas, de situaciones mediocres que mi mente sumida en la hiperrealidad transforma en gestas únicas. Y podría escribir sobre cómo me olvidé el cortaúñas en casa y me crecieron tanto las uñas que vencí a un oso en combate singular y ahora en algunos sitios se me conoce como “El lobezno de Beceite”, o sobre restaurantes donde te sirven gambas peladas sin pedirlas y cuando sacan la cuenta el aire se vuelve tan gélido como el de una tumba escandinava; o también sobre bandadas de murciélagos sordos enredándose en mis rizos hiperdefinidos por el aire húmedo del mar, lesbianas-porno, surferos voladores, bucles dimensionales en caminos de montaña u otras muchas cosas acaecidas. Pero no. No lo voy a hacer.

No tengo ganas de escribir, no por apatía o abandono de algo que me gustaba, sino por falta de motivación. Y es que las vacaciones te relajan, aun siendo padre, y la relajación es el gran enemigo de la creatividad.  Leí hace poco en un blog enemigo que el gran aliado del escritor es la soledad; pero yo estoy convencido que es el sufrimiento; el querer romper los barrotes de la jaula, desplegar las alas y saltar, a pesar de la certeza de que eso nunca va a suceder. Decía una de las frases del famoso lema del libro “1984” de George Orwell (que por cierto, aproveché para leérmelo estas vacaciones) que “La libertad es la esclavitud” y yo, como buen escritor masoquista, necesito que me azoten un buen rato antes de sentir el impulso de la rebeldía que me sienta frente a la pantalla. Y hoy, no me duelen apenas las heridas.

Pero volveré, lo prometo, y este mes de septiembre además de las secciones habituales del blog, las tonterías y las fotos que algún día me llevarán a la cárcel, tengo una sorpresa chula que espero que no quede en una simple anécdota. 


Así comencé las vacaciones...
... así he acabado

viernes, 5 de agosto de 2016

Agua (paternidad 44)





Que no me gusta el agua es un hecho irrebatible en mi vida. Cualquiera que me conozca un poco lo podrá afirmar y apostarlo todo a que no me verán metido en una playa o piscina. Pero cuidado que esto no significa que tenga miedo al agua o ésta me repugne en modo alguno; me ducho con cierta regularidad, bebo agua casi con exclusividad y no niego su importancia como base de toda vida sobre la tierra. Pero es precisamente ahí donde nos equivocamos los humanos, ya que si sabemos que nuestra especie evolucionó a partir de un pez que decidió salir del agua… ¿No podemos respetar su decisión? Es decir que el hecho de que hayan pasado miles de millones de años no justifica que nos sintamos atraídos por el agua como polillas hacia la luz. Me parece una cuestión de respeto hacia nuestros antepasados más que una decisión personal. Pero claro, a veces uno tiene que tragarse su orgullo y sus principios porque ha tenido hijos y éstos quieren ir a un parque acuático. Y hasta aquí mi justificación. Pasemos al parque.

Un parque acuático es como una sala de tortura medieval pero muy grande, con toboganes que escupen gente, niños chillando y chiringuitos con bolsas de patatas a cinco euros. Es como cruzar un portal dimensional a otro mundo donde todo resbala y pincha. Es como morir y despertar en un infierno húmedo y caluroso lleno de culos y pies. Y allí estaba yo, con unos calzoncillos de tela extraña, paseando de la mano de la niña. Y fue allí donde descubrí con el mayor horror que el cerebro humano puede albergar, que debido a la edad/ estatura de mi hija, era obligatorio que se tirara acompañada por un adulto. Y ese adulto… era yo.

Empezamos con los toboganes de tubo; una especie de rampa semicircular que desciende dando vueltas y facilita golpearse en todas las partes del cuerpo por igual, para al final arrojarte a una piscina como si fueras una res muerta. Pero el problema no eran los golpes ni lo absurdo del acto en sí, sino la cantidad de agua que tragué por todos los agujeros de mi cuerpo. Agua… Por decir algo, ya que allí había más materia orgánica que otra cosa. Puedo jurar que vi a adolescentes con la espalda llena de granos en la parte de arriba, llegar abajo con la espalda fina y tersa como la de un bebé por el efecto lijado del tobogán. ¿Y dónde había ido a parar tanto grano? Al agua. Y esa agua ahora estaba en mi boca. Granos de adolescente en mi boca. Terrible.

La segunda elección de la pequeña, después de un par de descensos por los tubos, fueron las pistas blandas, o algo así, y que consistían en hacer una cola de media hora para que te dejaran caer a una velocidad inhumana por un tobogán recto y con una inclinación indecente hasta una piscina que, debido a la velocidad de descenso, te golpea como un martillo blandido a dos manos por un herrero demente. Y allí descubrí la angustiosa sensación de estar dentro del agua y no saber dónde está el arriba y el abajo y pensar que ese momento es el último de la vida. En el primer salto fui capaz de ponerme de pie de una forma medianamente digna, pero en el segundo, tras ver pasar mi vida por delante de mis ojos (en la próxima vida me pido ser un mapache), logré salir escupiendo “agua” y con los mocos hasta el ombligo ante la divertida mirada de gentes de toda índole.

Y en ese punto pensaba que ya todo había terminado para mí (en todos los sentidos), pero la peque todavía me tenía guardada una última sorpresa: Los rulos. No sé si se llaman así, pero lo que ella llamaba “los rulos” era otro de esos descensos giratorios pero esta vez montado sobre un flotador gigante. La cosa parecía bastante más inofensiva, y de hecho lo era, pero antes había que superar una cola de mil millones de horas. Y fue en esa cola donde la vi. En un remanso a medio trayecto del descenso, para evitar aglomeraciones de gente, habían colocado a una chica en bikini (claro, no iba a estar en el agua con un mono de mecánico) que brillaba con luz propia. “No, si al final habrá valido la pena venir” pensé muy equivocado, ya que no tardé en deducir por mí mismo que: 1ª. La chica estaría sobresaturada de padres salidos que intentan hacerse los graciosos con ella. Y 2ª. Nunca, nunca jamás de la vida podremos causarle buena impresión a una chica  que lo primero que ve de nosotros son nuestros pies acercándose a su cara a toda velocidad. Fue por ello que decidí callarme la boca, no decirle ni mu, y seguro que ella me lo agradeció.

Y así terminó mi hazaña; con el dulce sabor de la derrota; con el estómago lleno de agua pura y cristalina y un codo despellejado. Pero también con la satisfacción indescriptible de haber hecho feliz a mi hija sin preocuparme por mi salud y bienestar. No como mi mujer que se pasó toda la tarde en la sombra con la bebé, comiendo patatuelas y sin mojarse el pelo.