sábado, 14 de mayo de 2016

De viejas y carritos de la compra (una fábula de gente mayor y justicia callejera)





Me crié en un barrio de esos medio antiguos pero que todavía no se caen en pedazos, en el centro de un pueblo mediano de cuyo nombre ahora mismo no me viene bien acordarme. Era una zona tranquila que se caracterizaba por la abundancia las señoras mayores. Los niños podíamos contarnos con los dedos de una mano, pero las viejecitas estaban por todas partes y a todas horas. Y es ahora cuando invoco el saber de los más vetustos de mis lectores para recordar los carritos de la compra de tres ruedas. Supongo que encontraré alguna foto, pero por si acaso, os lo explico.

Los carritos de la compra de toda la vida consistían en una cesta larga montada sobre un armazón metálico con un asa a un lado y dos ruedecitas al otro. Diseño sencillo y funcional. Pero hubo un momento en la historia en el que a alguien se le ocurrió colocarles tres ruedas en cada lado que además de girar sobre si mismas lo hacían sobre un eje, de modo que, supuestamente, facilitaban el subir escaleras. Recordemos que en esos tiempos (finales de los locos ochenta), todo eso de la movilidad y la accesibilidad no existía, y las rampas en aceras y comercios eran cosa de fantasía. 
Al final sí he encontrado una foto. No hace falta que leáis el párrafo anterior.

Como decía, aparecieron los primeros carritos subidores de escaleras y las viejas del barrio comenzaron a comprarlos, aparcando sus viejos carros para disfrutar de las ventajas de estos nuevos prodigios de la ingeniería. Pero lo que las pobres señoras no sabían era que la fuerza necesaria para subir un escalón con uno de esos carros era prácticamente la misma que con uno normal, solo que cada vez lo hacía con una rueda distinta. Y sumidas en ese estasis de novedad e ignorancia, se podían ver a las pobres abuelas subiendo a terceros pisos carritos cargados hasta arriba de verduras y carnes de toda índole. Cientos y cientos de quilos de comida y otras cosas eran movidos a diario por unas señoras que hasta hace poco solo sabían reunirse para quejarse de lo mucho que les dolía todo y de lo mal que estaba subiendo la juventud. Y así pasaron unas semanas, o meses, en los cuales las ancianas se vieron sometidas, de forma totalmente inconsciente, a un esfuerzo hercúleo a diario.

La primera vez que noté que algo raro pasaba fue cuando me asomé a la cocina a ver qué preparaba mi abuela de postre. Cuando vi su brazo manejando la batidora me recordó a la escena en la que Suarseneger y el negro echan un pulso en Depredador; su tríceps estaba tenso como un cable de acero y su antebrazo era tan ancho como un jamón. Eso no era normal, por lo que comencé a observar a las otras vecinas, las cuales mostraban cambios físicos similares. Recuerdo a Otilia una tarde de domingo en la que un vulgar ratero le dio un tirón en el bolso y ésta, al intentar evitarlo, le dislocó en hombro y de un puntapié lo dejó colgado en lo alto de una morera. Dolores, que lo vio todo desde su portal, salió en ayuda de Otilia y arrancó de cuajo el árbol con sus poderosos brazos para dar con el sorprendido ladronzuelo en el suelo. Y a partir de ahí, y de forma inconsciente, las viejas comenzaron a impartir justicia convertidas en una mezcla perfecta de Charles Bronson y Hulk Hogan. 
Mi abuela era el negro.

Dejaron las reuniones de chismorreos para convertirse en una especie de banda de asalto troll, azote de delincuentes y personas poco educadas en general. Recuerdo cuando Asunción volcó una furgoneta que estaba aparcada delante de su casa porque según ella le quitaba luz; cuando Desideria hizo estallar la rueda trasera de un camión de un mordisco; cuando doña Dolores salió en persecución de unos jóvenes que llevaban camisetas de monstruos y ya jamás se les volvió a ver (a los jóvenes, claro, ella volvió como si nada). Mi barrio en pocas semanas se vio desprovisto de tráfico o visitas. Yo lo contemplaba todo desde mi ventana algo asustado porque aunque  era todavía un niño y me querían, la adolescencia llegaría y entonces me podría convertir en uno de sus ajusticiados.
Imagen de archivo de un coche que pasaba con la música demasiado alta.

Por suerte la situación terminó. Por lo visto los carritos de tres ruedas tenían el eje central algo frágil y ello, unido a que las señoras los cargaban con cantidades inhumanas de peso, hizo que comenzaran a romperse. Y así, con el clásico “es que ya no se hacen carritos como los de antes” las señoras volvieron a sus viejos carros, con poco peso y evitando las escaleras, con lo que su tono muscular volvió a descender y se convirtieron en señoras normales.

Pero a pesar de eso, el barrio tardó en volver a la normalidad. La gente que lo cruzaba de noche aún daba un respingo al oír una persiana levantarse o una puerta abrirse. Y los conductores aceleraban al ver alguna silueta en bata asomándose a un portal. Las viejas eran viejas normales, aunque su leyenda seguiría viva durante mucho tiempo más. Pero ahora ya no. Ahora están todas muertas.

2 comentarios:

  1. ¡Jajaja me ha encantado! Es un guión excelente para un cortometraje (por lo visual que es todo)

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  2. Me has hecho recordar cosas que tenía olvidadas... no puedo decir q te lo agradezca, no... no puedo.
    Malditas descripciones, son tan buenas.
    Fíjate, que se agradece que no haya fotos de escotes o ropa interior.

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