viernes, 25 de septiembre de 2015

De ovejas y melenas

Ésto es una oveja


Tal como comenté en la entrada anterior (ver entrada anterior), no me caracterizo precisamente por tener grandes aptitudes personales ni profesionales; soy una persona mediocre tirando a la baja y como mucho puedo mover un poco las orejas y conseguir que algún niño poco inteligente sonría. Pero si hay algo que me ha acompañado durante toda mi vida y me ha dado un signo de distinción, eso ha sido mi cabello. Muchos coinciden en que no es normal, tan sedoso, abundante y con esa forma entre el rizo y la onda que tanto sale en la tele en los anuncios de champús milagrosos. Mi cabello me ha dado muchas alegrías y también algún que otro susto (una vez una rumana embarazada me estuvo insistiendo insistentemente para que me casara con ella tras una breve conversación que comenzó con si mi pelo era de verdad o un producto manufacturado), pero siempre, siempre, ha estado ahí. ¿Siempre? No. Pues tras mi cabello hay una historia oscura y misteriosa que voy a relatar ahora mismo para vuestro goce y deleite.

Éste no soy yo, aunque comparto cabello con el bueno de Ian. Espero no acabar como él...


Resulta que en mis años mozos yo tenía un amigo que se acababa de sacar la carrera de científico loco. En esa época yo trabajaba realizando podas forestales y además de ser un oficio duro y cansado, había que manejar maquinaria semipesada en planos no demasiado horizontales, casi escarpados en algunos momentos, y llegaba a temer por mi vida en más de una ocasión. Y una noche de relax, hablando con Doc en mi casa (le gustaba que le llamaran Doc, como a… Bueno, ya sabéis como a quién), le comenté mis temores de terminar mi vida despeñado y él se ofreció a solucionar mi problema a partir del sencillo procedimiento de injertarme células de cabra montesa, alterando mi adn y ácido desoxiriblufuénico (o algo así, no me acuerdo bien), para otorgarme el prodigioso equilibrio de tan bellos seres. Y acepté, como no. 

Y allí estaba yo al día siguiente, que era domingo y hacían fútbol, acostado en una camilla manchada de sangre y orín, rodeado de cachivaches extraños y botes con trozos de algo en formol y tras llenarme el cuerpo de electrodos y darme cuatro jeringuillazos verdes, se realizó el cambio. El problema fue que aunque mi amigo Doc era muy competente con el tema ingeniería genética y mutaciones en general, la zoología se le daba fatal y me metió células de oveja en lugar de cabra montesa. ¿Las consecuencias? Que ahora tengo lana en lugar de pelo. Ah, y que hago la caca en bolitas también. 

Y ya está. Eso era.

Y esto es lo que pasó cuando Doc les metió celulas mias a las ovejas. Previsible.


martes, 22 de septiembre de 2015

Me cago en... El gilipollas de...




Por algún motivo que escapa a mi comprensión pero que al mismo tiempo no estoy dispuesto a invertir mi tiempo en saberlo, vivimos en una sociedad obsesionada con la excelencia, es decir, donde los individuos que la forman (mayoritariamente seres humanos, algunos animales y también reptilianos disfrazados), tratan desesperadamente de destacar en ciertos campos para así distinguirse de la masa gris y silenciosa. Yo, personalmente, soy un gran amante de la mediocridad, pues ser mediocre es sinónimo de estar bien con uno mismo, no preocuparse por los “qué dirán” y en definitiva, una excusa más para no preocuparse por los demás. Pero al final, en algún momento, aparece “El gilipollas de…”

La primera vez que me lo encontré fue en mi 16 cumpleaños. Solíamos quedar algunos fines de semana todos los amigos en mi casa y mis padres me habían reglado una guitarra porque yo estaba empezando a dar clases (nunca aprendí, por supuesto, soy un mediocre) y la tenía allí, en su funda, apoyada orgullosamente en una pared. Hasta que de pronto llegó Él y se puso a tocar; así, sin más; sin preguntar si alguien quería oír una y otra vez la introducción de “Stairway to heaven”, “Wish you were here” y, como no, “Smoke on the water”. No lo hacía mal, pero una semana y otra y otra… Se convirtió en El gilipollas de la guitarrita. Al final tuve que esconder la guitarra y decirle que la había vendido para comprarme droga y que la droga la había vendido para ir al cine a ver una de Van Dam. Desgraciadamente, tras el primer fin de semana de paz, El gilipollas de la guitarrita se trajo la suya propia de su casa y tuve que dejar de ver a mis amigos.

Y es que, amigos y amiga del blog, hay una enorme diferencia entre tener una aptitud especial y exhibirla ante todo el mundo. Es esta necesidad de subir un escalón por encima de los demás la que convierte a una persona potencialmente apta para algo en un “Gilipollas de…” Otro ejemplo:

Hace unas semanas en un parque. Niños, niñas, padres, madres, jubilados, perros de ochenta kilos de esos de “tranquilo que no hace nada es que muerde pero de broma” y en definitiva, la fauna habitual. Cerca de mí, un padre juega con su hijo a la pelota. Yo los miro y me alegro de haber tenido niñas, las cuales no están obligadas socialmente a gustarles el futbol. El padre se anima, el niño se cansa, se va, pero él sigue con la pelota; comienza a hacer toques, se ríe, la lanza al aire, es feliz… La alegre simpleza de ser feliz haciendo toques ante un grupo de jubilados en un parque. Y yo le miraba. Se había convertido en “El gilipollas de la pelotita”.

Y así continuamente. Señores cuarentones que no pueden evitar montarse en un monopatín en cuanto lo ven y que dicen eso de “Miramiramira como bajo el bordillo”. Mujeres retiradas de la vida mundana que se abren de piernas en cualquier parte porque “Yo de joven hacía ballet”. Poetas en voz alta, cantantes de karaoke, malabaristas callejeros, acróbatas de la bicicleta, músicos de copas en la barra de un bar… El mundo está lleno de ellos. Y yo me cago en sus ansias de parecer mejores que los demás, porque ello me deja en muy mal lugar.

Ah! Casi me olvido del gilipollas de las fotitos.

martes, 15 de septiembre de 2015

Me cago en... Los optimismos



Me parece muy bien que existan personas en el mundo que por razones genéticas, ambientales o simplemente por sufrir ciertos trastornos mentales, son capaces de ver el lado bello de las cosas. Es decir, pisan una mierda y aseguran que trae buena suerte, se les estropea  el coche en medio de la nada y dicen disfrutar de las vistas y si se les rompe el brazo derecho se alegran de poder por fin, aprender a masturbarse escribir con la izquierda.

Lo que ya no me parece tan bien es que esas personas, los llamados “optimistas”, se empeñen en convencerme de que mi visión oscura y depravada del mundo no es la correcta, que me perjudica, que no me deja ser “feliz” y que ni siquiera dejo que lo sean los de mi alrededor. Y puedo asegurar que lo intentan, cuales predicadores de lo bonito, como testigos de lo alegre, como pastores de rebaños de ovejas felices que comen hierba insípida con una sonrisa en sus bocas, u hocicos, o morros, o lo que tengan las ovejas.

Y es que yo necesito ver las cosas a través de mi prisma de oscuridad y desesperación; necesito tener las expectativas al mínimo para lograr que hasta la derrota más humillante parezca menos grave; necesito que mis lágrimas no me dejen ver el Sol, porque adoro los días lluviosos, tristes y húmedos. Yo quiero ser la mancha negra de tinta en el folio en blanco; quiero ser el virus que se contagia y se propaga para desesperación de los demás, que se ven atrapados en mi torbellino de terrible realidad y no encuentran el modo de salir.

Lo reconozco. No me gustan las fiestas ni las risas ni la diversión y la alegría; pero mucho menos me gusta que prediquen con todo ello. El mundo es como es y eso es justo como cada uno lo ve. Quien se fije en el colorido de las mariposas en lugar de los excrementos con los que se alimentan, tiene un problema de optimismo, sin duda alguna, y yo no quiero que se me pegue y  llegue el día en el que me levante de la cama a las seis y media de la mañana y tenga una estúpida sonrisa en mi cara al ponerme frente al espejo. 
Eso es de estar mal.

lunes, 14 de septiembre de 2015



Hay días en los que es mejor no amanecer; en los que es mejor rodar que caminar; en los que caerse es la mejor excusa para ya no tener que levantarse.

Hay días en los que el caos se apodera de la razón; en los que las palabras no significan nada; en los que las disculpas carecen de sentido.

Hay días en los que los tonos de gris solo son cenizas; en los que la luz brilla menos; en los que las sombras son más oscuras.

Hay días en los que solo merece la pena esperar a la noche; en los que el tiempo transcurre despacio; en los que el viento sopla con pereza.

Hay días en los que un siempre dura un segunda; en los que el nunca se vuelve permanente; en los que un nada lo significa todo.

Hay días en definitiva, que merecerían no haber sido vividos, o al menos, no ser recordados.