El una vez más rico de los reyes se despertó. Le dolía la cabeza, sentía náuseas y apenas podía distinguir a las personas que le rodeaban, iluminadas por la oscilante luz de una especie de antorcha colgada del techo. Trató de hablar pero sólo un balbuceo salió de su boca y cuando quiso levantarse descubrió que estaba atado a una silla y desnudo de cintura para abajo. De no haber estado tan aturdido, se habría sentido terriblemente humillado.
De pronto un hombre gordo que vestía un traje negro se inclinó sobre él y le mostró un excremento de oro macizo que, a pesar de su estado, Gaspar pudo identificar como suyo.
-Asi que... esto es tuyo. Vamos a hacer un trato, amigo: Tu me proporcionas más de estos y yo a cambio... Te dejo vivir. ¿Tu capisci?
Su voz era áspera y desagradable y Gaspar, esta vez sí, se dió cuenta de lo que había sucedido y efectivamente, comenzaba a sentirse humillado. Él, que tuvo a sus órdenes a todo un imperio y que recibió el don de Dios para convertirse en el hombre más rico de la tierra, acabaría sus días como esclavo en algún lugar perdido del espacio y el tiempo.
Dos lágrimas recorrieron sus mejillas al mismo tiempo que alguien le traía una bandeja con abundante comida.
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