sábado, 11 de enero de 2014

Los viciboladores



Allá por los 80-90s ponían día si día no por la tele la magnífica película de “Los bicivoladores”, en la cual unos chavales montados en sus BMX recorrían la ciudad dando saltitos (entre otras cosas que ya no recuerdo). Pero lo que si recuerdo es cómo nos influenció esa película (normal teniendo en cuenta que solo teníamos un canal y que la hacían todo el rato) y a todos nos dio por coger la bici y salir a la calle en pandilla.

BMXBandits en la versión original. Y con Nicole Kidman adolescente. Peliculón.
La idea era hacerlo montados en sendas BMX pero claro, no nos las iban a comprar a todos solo por que salían (a todas horas, lo he dicho ya?) por la tele, y nos conformábamos con lo que teníamos. El plan era montarnos en nuestras bicis, pedalear a tope por las calles del pueblo (que en esos tiempos todavía no estaban repletas de coches) y, en cuanto teníamos ocasión, dar un saltito de mierda mientras hacíamos “Fiuuun” con la boca. Éramos patéticos, lo sabíamos, y más aun teniendo en cuenta que dos críos del pueblo si habían conseguido las BMX y nos vacilaban a la mínima ocasión. Cuando nosotros íbamos, ellos ya venían; saltaban las aceras más altas y conocían todos los rincones chulos del pueblo. Mientras nosotros comíamos, ellos iban en bici; mientras dormíamos, ellos iban en bici y mientras estábamos en clase, ellos iban en bici. Eran unos insomnes analfabetos y desnutridos, pero eran la hostia sobre dos ruedas; destinados a convertirse en leyendas; en llegar mucho más alto de lo que nosotros jamás soñaríamos. “Los Viciboladores” les llamábamos.

Los años pasaron y aparcamos las bicicletas para dedicarnos a otras cosas más adultas, como encerrarnos en el garaje de un amigo a tirar dados y matar orcos, pero ellos seguían con lo suyo: Pantalón corto, gorra del revés y esa mirada salvaje y desafiante de quien tiene claro dónde quiere llegar en la vida. Llegaron a formar parte del paisaje del pueblo, casi convertido en ciudad y, como presencias casi sobrenaturales, aparecían siempre por el rabillo del ojo, en forma de estrellas fugaces multicolor en la parte de atrás de las fotos y el sonido de las cadenas de sus BMX era eterno, como el zumbido de los insectos en las marismas. Eran el ejemplo perfecto de tenacidad.

Años después me mudé, salí de la ciudad y solo volvía en raras ocasiones. Durante muchos años no me encontré con ellos, ni siquiera me acordaba de su existencia hasta este verano, que en una visita casual a la familia y paseando con mi esposa e hija por la calle, oí un zumbido familiar, que me retrotrajo a otros tiempos. Me giré y los vi. Esquivaban coches en la avenida principal y todo el mundo les pitaba y les insultaba. Eran señores mayores que vestían la misma ropa que cuando tenían 12 años: pantalón corto ceñido, gorra descolorida del revés y esa mirada perdida, atemporal, inadaptada y confusa de quien se ha aferrado durante tanto tiempo a su pasado, que ha perdido la dirección de su vida. Y me miraron. No sé si me reconocieron como ese niño que les admiraba años atrás y si podían leer en mis ojos la pena que ahora daban, pero miraron al frente de nuevo y subieron de un salto a la acera llena de gente que protestaba, dando un saltito ridículo y haciendo “Fiuuun” con la boca.

Como hacen las leyendas vivientes.

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