jueves, 25 de abril de 2013

La bestia interior



Hace muchos años, cuando era un niño iluso, una tía (creo recordar) me regaló por mi cumpleaños un robot que caminaba solo. Un niño de hoy en día no sabría apreciarlo, posiblemente, pero en los años ochenta, apagar las luces del pasillo y ver al robotajo caminando solo con sus luces rojas parpadeantes era toda una visión del futuro cibernético que pensábamos que nos esperaba.


El artilugio era sencillo: Un robot bípode, con sus números y cosas en el pecho y manos de tenaza (claro) y una cabeza redonda con luces. Pero lo más fascinante era que tras dar cuatro o cinco pasos se detenía, su casco se abría y dentro aparecía la cabeza de un tigre que rugía tres o cuatro veces, se cerraba de nuevo y seguía caminando. Y me gustaba. Nunca me pregunté el porqué del tigre metido en el robot. ¿Sería un experimento raro? ¿Habría sido la única forma de salvar a un tigre moribundo? ¿Se trataba del prototipo de una nueva arma militar que cuando se le acababan los rayos laser te podía morder, ya en cuerpo a cuerpo? Cualquier cosa valía en aquél entonces y yo era feliz con mi robot, ya que yo sabía que había sido diseñado por un adulto y por aquél entonces estaba convencido de que todos los adultos eran listos…. Hasta que me convertí yo mismo en un adulto tonto y el mito terminó.

A día de hoy sigo pensando en ese robot, que ya desapareció en ese lugar fatídico donde se cruza el tiempo con las pertenencias de los niños. Pienso en él y me doy cuenta de que era un juguete raro, de esos que te hacen pensar en la estabilidad mental de su creador. Me imagino a un hombre desesperado, con un puesto de relevancia en una fábrica de juguetes, pensando eso de “tengo que presentar el nuevo juguete antes del viernes o me despiden y mi familia no me  lo perdonará”, llegando a esa importante reunión con la carpeta llena de folios en blanco y hablando a trompicones presentando ante los directivos su nueva idea. –Po…podemos hacer un robot, esto… que camine solo, con luces, luces y… y una pegatina chula en el pecho. –Miradas despectivas de sus superiores; su matrimonio pendiendo de un hilo. –Y… y entonces se abre la cabeza y hay… ¡Un tigre! Eso, si, un… un tigre que ruge abriendo la boca. –El hombre sudaría lo que no está escrito al ver las caras de perplejidad de sus compañeros, hasta que el dueño de la fábrica, un viejo afable que nunca ha dejado que su cargo le cambie, aplaudiría lentamente, siendo imitado por todos y haciendo que el robot-tigre viera la luz finalmente.

Y de ahí a mi casa. El resto ya lo sabéis.

lunes, 22 de abril de 2013

La chica de las mallas verdes: Un relato de superación, pena y asco.




 Introducción
 -¿Y por donde sales con la bicicleta?- Me pregunta un señor que parece entender de rutas de montaña.
-Pues… por ahí. No me alejo mucho de mi casa, la verdad. –Le respondo sin ganas de seguir hablando del tema. Creo que ya he comentado anteriormente algo sobre mi frágil relación con el mundo del deporte y la salud, y lo último que quiero son consejos de sobradillos.
-Tienes que subir al castillo.
-Es que está muy empinada esa cuesta y yo…
-Tienes que subir porque hay un montón de tías buenas.
-¿Cómo tías buenas?
-Pues eso. Tías buenas. Chavalas que van a caminar y correr y que están… que te cagas. Vale la pena ir al castillo por las tías que te encuentras.
-No será tanto como... –Pero de pronto una multitud de hombres me interrumpen, hablando sobre las virtudes de las chicas que pueden verse en esa carretera y me marcho pensativo.

No sé qué les ven a las deportistas algunos hombres, la verdad.
 De superación
Y ahí estoy yo, montado en la bici y camino del catillo para comprobar con mis propios ojos si esas mujeres legendarias realmente existen o son solo el producto de las mentes calenturientas de señores venidos a menos. Los primeros minutos, pedaleo por una pendiente suave, despacio, tranquilamente, más atento de las gentes con las que me cruzo que de otra cosa. Veo señoras mayores paseando, hombres que charlan con sus perros, perros que ignoran a sus dueños y camiones que pasan rozando mi oreja izquierda. Comienzo a desanimarme cuando vislumbro a lo lejos lo que parece una chica con mallas corriendo cuesta arriba. Si, no hay duda, podría ser la “tía buena” que andaba buscando, así que pedaleo con más fuerza para alcanzarla. Mi misión es sencilla: Llegar a su altura, adelantarla a poca velocidad, mirarla y contárselo al señor entendido para así, poder integrarme en el círculo deportista en el que se mueve. Y todo maravilloso. Pero pronto me doy cuenta de que la pendiente aumenta y cada vez me cuesta más coger velocidad; la chica de las mallas verdes parece estar en forma y me saca ventaja por lo que tengo que emplearme a fondo para no perderla de vista. Y vaya si la pierdo. Cuando llego al tramo final de subida, las curvas y los árboles no me dejan ver nada, pero sé que está ahí, en algún lugar delante de mí y no me paro. Pedaleo y pedaleo cada vez más pesadamente para no quedarme atrás pero las piernas comienzan a dolerme; La respiración se me agita, la cabeza me late y el cuello se me agarrota; debería parar, lo sé, y mi racionalidad trata de convencerme de que no merece la pena que qué coño estoy haciendo dejándome la piel por mirar simplemente a una chica que no es mejor que ninguna otra con la que me pueda cruzar por la calle cuando voy a comprar el pan; pero no puedo rendirme ahora; llevo media cuesta y me doy cuenta de que aquí hay algo más de lo que parece; de pronto recuerdo esa época en la que todavía creía en mis posibilidades y que me esforzaba por superarme; esos días de ilusión y sueños que todavía no había tirado a la basura; días en los que me sentía joven y lleno de vida cuando no había atisbo de mis propios límites; y por ese recuerdo sigo adelante. Pienso que quizás lo de las tías buenas que me contó el señor ese era solo una excusa, una forma de motivarse a hacer algo que normalmente no se intentaría; puede que ese hombre conociera mis debilidades y hubiese puesto esta prueba ante mí. Quizás esa tía buena no es la de las mallas verdes sino un lugar en mi interior donde reside ese chaval ilusionado que creía desaparecido desde mi decimosexto cumpleaños; y por él iba a conseguirlo. Nunca había tenido tanto calor ni había sudado tanto como ahora; nunca me había dolido nada tanto como todo ahora; pero lo logro al fin. Llego arriba destrozado. La gente me mira, saben que eso que me pasa no puede ser bueno, pero no me importa lo que piensen; lo he conseguido.

De pena y asco
Frente a mi está la chica de las mallas verdes, haciendo estiramientos de espaldas a mí. Trato de enfocar la vista pero me resulta imposible; su trasero es un borrón informe que se mimetiza con las nubes del cielo. No me llega la sangre al cerebro y la vista no me funciona así que me acuesto en el suelo. El aire fresco de la tarde se desliza sobre mi cuerpo sudado y siento un frio espantoso pero no puedo moverme; me tapo con la bicicleta y todo el mundo me mira más aún. La chica de las mallas verdes bebe agua y se le sale el tapón, mojándole completamente la camiseta pero yo no veo nada más que las nubes verdes que son ahora las copas de los pinos. Respiro, respiro más, siento la sangre recorriendo el camino del corazón a la cabeza pasando por mis sienes a toda presión. Ya falta poco. Me incorporo despacio, las imágenes comienzan a dibujarse en mi retina y la miro, pero ya no está allí. La chica de las mallas verdes es apenas un puntito en el horizonte de mi moral y no voy a seguir tras ella. Toso y me arrastro hasta un banco de madera donde descansar con dignidad. Ha sido un día largo y duro*.

*Mamá, me pica el dia.

PD: Tanto rollo solo para justificar un chiste malo...

lunes, 15 de abril de 2013

Un punto de inflexión.



A lo largo de la vida de las gentes y las personas, existen momentos clave que determinan si esa vida va a seguir un camino o por el contrario, sus aguas discurrirán por otro muy diferente. Esos momentos suelen llamarse “puntos de inflexión” y en muchos casos no somos conscientes de ellos. Lo normal es darse cuenta al cabo de los años y pensar aquello de “Uy si yo ese día hubiese…” Y es así; Eso que no nos atrevimos a decir, ese camino que nunca tomamos o ese beso que precipitamos e hizo que ahora, años después, compartamos la vida con una mujer magnífica que solo piensa en engendrar hijos sin parar… Bueno, pues ahora que ya sabéis qué es esto, voy a explicar la anécdota. ¿Qué no os importa una mierda cualquier chorrada que me pasó cuando era jovenzuelo? Venga, seamos realistas; Si habéis leído hasta aquí, es que no tenéis nada mejor que hacer en la vida. No seáis más tristes aún y seguid leyendo con dignidad por lo menos.

Pues eso, que tendría yo 14 o 15 años y me hallaba sentado en el sofá de casa de JM viendo un largometraje de Bola de Dragón (los expertos los llaman OVAs pero son gente bastante idiota, hay que reconocerlo) en el que Son Goku se enfrentaba a un malo bastante peligroso para la integridad del planeta Tierra. En un momento dado, nuestro héroe favorito decidió utilizar su mejor técnica hasta el momento: El Cambio de lugar instantáneo (shunkanido para los de arriba). Esa técnica maravillosa consistía en desaparecer para aparecer en otro lugar cualquiera del universo y como era instantáneo, el malo nunca te podía pillar. El problema era que el malo también conocía la técnica y la utilizaba para interceptar a Goku y darle de tortas durante el trayecto. Eso nos extrañó tanto que JM decidió llamar a su hermano mayor, AM para que viera semejante fenómeno. AM se personificó en el comedor y le explicamos lo que estaba pasando en la pantalla. No sé si lo he dicho, pero AM era uno de esos seres pseudomísticos llamados “Hermanos mayores” 

Era un tío de veinte años (que puede parecer un crio pero para unos chavales de 14 era todo un hombre) con estudios, coche y novia. Era un tío de esos que pertenecen a otra dimensión que se antoja inalcanzable y a los cuales un joven influenciable creería en cualquier cosa que dijera. Y ahí viene el punto de inflexión. AM podría habernos dicho que nos dejáramos de tonterías, que saliéramos a la calle, que estudiáramos algo de provecho, que saliéramos con chicas no-impresas en papel… Lo habríamos hecho. Pero miró muy serio la tele y nos dijo: “No, eso no puede ser. Si es instantáneo, es instantáneo”




viernes, 12 de abril de 2013

Ser o no ser... Sergei (parte 1)



Sergei era el sobrino del famoso general Strahd Von Zarovich, quien dedicando su vida a la estrategia militar, llevó a su tierra natal, Barovia, a la gloria. Sergei estaba prometido con la bella Tatiana, de quien su tío se había enamorado también; Pero de poco le sirvieron las proezas militares, las condecoraciones y la fama al pobre Strahd ya que su juventud había pasado y Tatiana solo tenía ojos para el joven y apuesto Sergei. Strahd enfureció y maldijo el haber perdido sus mejores años en el campo de batalla, culminando su desesperación al cerrar un trato con la misma muerte: Debía bañarse en la sangre de su sobrino Sergei para conseguir la juventud eterna. Y así lo hizo pero claro, Tatiana no estuvo del todo conforme con la operación y se arrojó desde las almenas del castillo, condenando a Strahd a una eternidad de muerte en vida, soledad y locura.
Ese era Sergei. Pero “Sergei” también significa “sermaricón”. Aunque los términos “maricón o marica” estén denostados hoy en día. Parece que su uso continuado y consiguiente normalización hacen que suenen de forma despectiva y ofensiva. No sé qué sentido tiene. Es como si decimos “¿Cogemos el coche?” y alguien salta ofendido y nos dice “Se llama car, car, pronunciado / kɑɹ/ . Rid mai lips: / kɑɹ/, / kɑɹ/.” En fin, otra forma de complicarse la vida.

Una imágen que no tiene nada que ver con el tema que vamos a tratar... O si?


La cuestión es que sergei  no es algo malo, no, para nada; Lo que pasa es que resulta algo difícil de entender para aquellos que no lo son. Para ello es necesario ponernos en su lugar, utilizando una serie supuestos empaticoemocionales.
Supuesto 1: Imaginemos que nos apuntamos al gimnasio y cuando vamos a meternos en los vestuarios que corresponden a nuestro mismo sexo, nos dicen que no, que hemos sido elegidos para cambiarnos en el vestuario del sexo contrario PERO sin que nuestros/as nuevos/as compañeros/as reparen en nuestra presencia. ¿Mola o no mola?
Supuesto 2: Imaginemos que una noche nos apetece salir a ligar, sin líos, sin compromisos, sólo sexo por sexo… ¡Y lo conseguimos!
Supuesto 3.1 (versión masculina): Imagina que pasas un sábado por la noche en casa, jugando al Call of Duty con tu pareja en lugar de tener que tragarte la infame película de Sexo en Nueva York.
Supuesto 3.2 (versión femenina): Imagina que pasas un sábado por la noche en casa, viendo la preciosa película de Sexo en Nueva York con tu pareja en vez de tenerlo allí enganchado a la consola y pasando de ti.
Supuesto 4 (sólo comprensible para hombres heterosexuales): Imagina que tu novia tiene tetas… ¡Y tú también!

Si habéis sido capaces de empatizar ya os habréis dado cuenta de que sergei  no es algo reprochable ni despreciable en absoluto sino más bien todo lo contrario. Sergei es un don divino que solo se entrega a aquellos afortunados que en otras vidas fueron seres maravillosos. Sergei es algo que te pone muy por encima de las tonterías morales, éticas y/o/u religiosas que nos impone esta sociedad absurda en la que nos movemos. Sergei es la polla y la repolla siempre que, claro está, no hayas nacido en un país islámico, que allí te matan sin pensárselo dos veces.

Nota póstuma: Esta entrada ha sido revisada, corregida y aprobada por Lolita (Ver "Blog de manualidades" aquí arriba a mano derecha). Cualquier persona que pueda sentirse ofendida o menospreciada por el contenido del texto debería dirigirse a ella.