miércoles, 28 de noviembre de 2012

Arte Urbano



NOTA PREVIA: Esta entrada contiene lenguaje obsceno y malsonante; Menores de edad y personas especialmente sensibles, absténganse de leerlo (yo ya he avisado).



Siempre me he sentido fascinado por eso que viene a llamarse “Arte urbano” y que algunos llaman “grafitis” y algunos otros lo conocen como “Pintadas en las paredes”. Nunca me he atrevido siquiera a intentarlo, lo reconozco, pero me gusta, también lo reconozco. Pero cuidado, queridos lectores, porque no estoy hablando de esas magníficas pinturas artísticas que adornan los grises muros de algunas ciudades, convirtiéndolos en verdaderos murales de arte; Ni me refiero tampoco a todas esas palabras indescifrables escritas en colores vivos y con efectos de relieve tridimensional. No. Yo me refiero a los escritos en las paredes de siempre. Ahí está el verdadero sentido de la expresión y por lo tanto del arte. Cuando vemos escrito ese “Pepita te quiero”, ese “Carlitos eres un cabrón” o un simple y sencillo “Gilipollas quien lo lea” hay que pensar en el sentimiento, la fuerza interior que impulsó a esas personas a salir una noche, espray de pintura en mano, a expresarse.

Un buen ejemplo de lo que quiero decir.



La primera vez que me topé con uno de esos mensajes fue en mi pueblo. Yo era un preadolescente que lo más cerca que podía llegar de una chica era un paso atrás del radio de alcance efectivo de sus escupitajos. Y en ese muro ponía: “Vamos a follar. Bien”. Y me deslumbró. Alguien estaba a punto de lograr una proeza inimaginable para mí (y posiblemente hacía poco también para él), y había decidido plasmarlo allí, para deleite de cuantos pasaran por allí. Sublime.
Con el tiempo fui encontrándome con otros, de menor calibre claro está, hasta que la obra maestra fue creada. Os lo cuento:



Llevaba yo 15 o 16 años por el mundo y en esa época solíamos estar toda la pandilla en un parque (mejor dicho El Parque) del pueblo. Allí teníamos todo lo que necesitábamos para nuestra supervivencia: Sola, agua y chucherías; Además, estaba a escasos 200 metros del punto exacto de mi nacimiento, cosa que me ofrecía una extraña calidez. En El Parque había un pequeño quiosco de chuches y en su interior una mujer mayor que nos despachaba con hastío; Pero un buen día la señora decidió jubilarse y le pasó el negocio a M (oculto su verdadero nombre por si acaso me denuncian o algo raro). M era una mujer algo mayorcita (no llegaría  a los 30 ni de coña, pero nosotros la veíamos mayor) pero muy atractiva. M añadía un nuevo nivel al Parque: Una tía buenorra con la que podíamos hablar, y con la que fuimos ganándonos algo de confianza. Pero las hormonas son traicioneras para los adolescentes y éstas fueron dominando lentamente nuestros celebros (directamente conectados a nuestros penes), convirtiendo a M en una especie de semidiosa inalcanzable (entre otras cosas porque su marido nos podía a todos juntos y de haberle podido vencer de alguna forma, ella habría pasado de nosotros), en una obsesión obsesiva (¿?) y así comenzamos a volvernos locos (como los perros esos a los que los músculos del cuello no les dejan ver el bosque). La gente que pasaba por El Parque y nos veía dando saltos y temblando alrededor del quiosco creían que solo éramos un grupo de chavales algo más nerviosos de lo normal, pero la realidad era que nos estábamos muriendo. Hasta que alguien no pudo más y decidió expresarse.

“M, te follaría” era lo que lucía en el mismo quiosco a la mañana siguiente. La máxima explosión expresiva jamás vista, con la consiguiente admiración y vergüenza después. La cara de M esa mañana era como para hacerle un cuadro y tirarlo al mar después. Y yo, aunque no había sido el autor, ya no supe cómo mirarla a la cara ni pude hablarle nunca más. Las cosas se torcieron desde ese momento y M decidió dejar el negocio y marcharse del pueblo para siempre (volvía  toparme con ella años después, ya en otro lugar, pero eso es otra historia) y una mañana de frío invierno, sentado solo en El Parque, vi asombrado como un camión grúa (como el que ahora conduzco), arrancaba el quiosco de cuajo y se lo llevaba a él y a su frase, para siempre. Me dio algo de pena. Era el fin de una etapa para mi. Y es que yo no había escrito eso, pero lo había pensado 10.000 veces.

6 comentarios:

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    1. En ese entonces M tenia 26 años y su querido marido T tenia 28 años, no se porqué pero me acuerdo de las edades de cada uno en esa época. También se quién escribió el grafiti pero no voy a decir su nombre ni su inicial por si acaso, éramos unos pardillos pero en esa época con muy poca cosa eras el tio más feliz del mundo. Me invade la nostalgia, si pudieran volver esos años tan felices...

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    2. Coincido en que fué una bonita época. Algo caótica pero que merece ser recordada. Yo también creo saber quién escribió la obra de arte, pero mejor dejarlo en el olvido del tiempo.

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  2. Entiendo que a M no le hiciera ni puñetera gracia lo del graffiti, pero de ahí a cerrar el quiosco y mudarse... supongo que es una de tus exageraciones para dar dramatismo al relato, no hubiese quedado tan bien decir que después de una mano de pintura todo volvió a la normalidad.

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    1. Lolita, siento decirte que no he exagerado en lo más mínimo. Además, no podía pintarse porque se trataba de una reja metalica de esas enrollables. Hicieron bien en arrancar el quiosco entero.

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  3. Pues podría haber pegado las pegatinas que te daban antes con los chicles de fresa (yo solo tomaba de fresa, aquellos con nervaduras longitudinales y más duros que una piedra) y asunto resuelto.

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